"Mi admiración y familiaridad con la música de Sibelius y con algunas páginas inolvidables del más olvidado de los premios Nobel: Franz Emil Sillanpaa, eran razones suficientes para alimentar mi curiosidad por conocer Finlandia. Me habían dicho también que, desde el extremo más avanzado de la península de Vironniemi, se alcanzaba a ver, en los días si bruma, la mirífica aparición de San Petersburgo, con las doradas cúpulas de sus iglesias y la imponente maravilla de sus edificios. Estos eran argumentos suficientes para enfrentar la terrible perspectiva de un invierno como jamás antes había yo padecido."
"La transparencia del aire era absoluta. Cada grúa de los muelles, cada junco de la orilla, cada embarcación que cruzaba en un silencio irreal por las aguas inmóviles de la bahía, tenía una presencia tan neta que tuve la impresión de que el mundo acababa de ser inaugurado. Al fondo, con igual precisión, en una cercanía inconcebible, se alzaba la ciudad que construyó Pedro Romanoff para cumplir el delirio de autócrata genial y un sórdido propósito de astuto vástago de Iván el Terrible."
El narrador (¿Álvaro?), en La última escala del tramp steamer
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